Escribe Carolina Rigoni
Licenciada en Ciencia Política UNR
Las democracias latinoamericanas enfrentan el desafío de evolucionar desde “el formalismo”, hacía un proceso de “plena realización de derechos” (Ciudadanía plena). Es que el fenómeno de la mera “delegación”, de la “democracia delegativa” (cfr. la tesis de Guillermo O´Donnell), se ha tornado insuficiente para dar respuestas a las cuentas pendientes de sociedades cada vez más desiguales e indiferentes a fomentar canales de participación ciudadana (Ciudadanía de baja intensidad, al decir de O´Donnell).
Las “democracias delegativas” no son democracias consolidadas, es decir, institucionalizadas, pero pueden ser duraderas. Ese tipo de concepción democracia, no es ajena a la tradición democrática. Es más democrática, porque tiene legitimidad de origen, es decir, se trata de gobiernos que surgen de elecciones limpias y competitivas, pero menos liberal que la democracia representativa. Asimismo, este tipo de democracia es muy individualista, pero de un modo más hobbesiano que lockeano: se espera que los votantes elijan, independientemente de sus identidades y afiliaciones, al individuo más apropiado para hacerse responsable del destino del país.
Históricamente, la noción de democracia, estuvo emparentada con el instituto clásico del “voto”. Asignándole a este último, el carácter de causa fuente y fin de la participación popular, desconociendo que nuestros deberes de ciudadanos van más allá de elegir representantes a quienes “delegar” atribuciones de representación.
Muchas veces, nos desentendemos de nuestro derecho a peticionar ante las autoridades, articular acciones de contralor a través de los canales institucionales pertinentes, o evaluar la concreción de los objetivos que motivaron el apoyo a tal o cual proyecto electoral.
Ha ayudado a este escenario de falta de participación, la “fragmentación de los partidos políticos” (nos enseña el politólogo Hugo Quiroga), que no es otra cosa más que la falta de representación, la falta de reciprocidad entre lo que los ciudadanos creen importante y lo que las “élites dirigentes” entienden de esa “demanda”.
Por ello, las democracias fuertes, son aquellas en que los ciudadanos entienden que en la producción de “subjetividades activas” radica el verdadero ejercicio del poder, el que no se encuentra solo arrobado al sector público (Estado o gobierno como sinónimos).
La dinámica de lo político (lo común, lo público), exige que el ciudadano se reconozca como un sujeto activo y transformador de la realidad, que asuma su rol de mandante y exija el cumplimiento de las facultades delegadas a sus representantes y los reemplace sensatamente en caso de incumplimiento o mal desempeño (en ejercicio de su derecho de revocación, consagrado tan bellamente en la letra del “contrato roussoniano clásico”).
Pensar que la responsabilidad individual, visibilizada en acto electoral, se termina en la acción de elegir, de emitir el voto (en una mera “democracia electoral”, nos enseña Botana), supone reducir el horizonte de la democracia a un mero acto formal, dotado del mecanicismo “delegativo” que denunciáramos más arriba.
Pensar en los desafíos de esta nueva democracia, con una ciudadanía más participativa, activa y comprometida, supone un ejercicio que debe comenzar desde abajo hacia arriba. Recuperar el hacer de las mayorías, la promoción de las acciones colectivas, la voluntad de involucrarnos desde el lugar que nos toque. Correspondiéndole al Estado, recuperar un rol de promoción de la ciudadanía para que ésta, supere los cánones de “baja intensidad”, imperantes en la actualidad.
O´Donnell asevera, “que en muchas democracias de América Latina, el Estado tiene una presencia débil, ya que la aplicación de la ley se muestra parcial o truncada, lo que deriva en una ciudadanía de “baja identidad”, esto es, los ciudadanos pueden gozar de derechos políticos pero no de derechos civiles y sociales”.
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